Los cuentos de Lord Dunsany
Archivado en: Cuaderno de lecturas, En el país del tiempo
“Inigualable en el embrujo de la prosa cristalina y musical, único en la creación de un mundo espléndido y lánguido”, escribe, sobre Lord Dunsany, H. P. Lovecraft, en El horror en la literatura*. Poco después, se refiere a sus cuentos como: “un elemento casi único en nuestras letras. Inventor de una nueva mitología y tejedor de un folclore sorprendente, Lord Dunsany se ha consagrado a un extraño mundo de fantástica belleza, empleado en una guerra eterna contra la terquedad y fealdad de las realidades diurnas”.
No sé si sobrestimé el criterio del Outsider de Providence sobre su admirado colega y mentor inglés o si aún me tiene fascinado la lectura de J. R. R. Tolkien -junto a Lovecraft, el otro gran discípulo de Dunsany-, especialmente del Tolkien de El Silmarillion (1977), donde acomete toda la complejidad mitológica de Arda -allí donde surgirá la Tierra Media con el despertar de los elfos- tan espléndidamente explicada -de un modo mucho más divulgativo- en La enciclopedia de Tolkien**, otra de esas lecturas que me maravillaron mediados los años 90. El caso es que, leído finalmente En el país del tiempo***, de Dunsany, me ha resultado algo decepcionante. Todo me predisponía favorablemente a esta “selección incompleta”, según su copilador, mi admirado Francisco Torres Oliver, de los cuentos del lord publicados entre 1905 y 1919. Pero, ya digo, no ha sido el caso.
Sí señor, todo en él me atraía antes de abrir En el país del tiempo. Desde su antólogo hasta su inclusión en la colección El ojo sin párpado de Ediciones Siruela, una de las que más me sedujeron a finales de los años 80. Y desde entonces lo he tenido en lo más alto de esas lecturas que aguardan, a veces durante décadas, a que las acometa. Cuando finalmente ha llegado el momento, no ha satisfecho las esperanzas puestas en sus páginas.
En el país del tiempo -la mayor parte de la selección- se cuenta la genealogía de un mundo mítico, Pegana, la tierra de los dioses de Dunsany, en cuyas montañas habitan. Pero el autor, en dichos relatos, no va más allá de la descripción de las diferentes divinidades que integran este Olimpo -una por epígrafe-, de las que Yonath es su profeta –“vi a los dioses junto a mí como puede ver uno las cosas cotidianas” (pág. 46)-, al igual que quienes inspiran los tres capítulos siguientes. Ciertamente hay destellos de un bello lirismo. Así, de Dorozhand (pág. 38), uno de los dioses, en el paréntesis alusivo a su don, leemos: “cuyos ojos observan el final”. O ese destino de otro de los profetas: “Y Alhireth-Hotep pasó a formar parte de las cosas que fueron” (pág. 49). Pero cualquiera de las mitologías herederas de las de Dunsany -Los mitos de Cthulhu de Lovecraft y otros, entre cuyos precursores también se encuentra el lord; el ya citado universo de Tolkien- ha superado con creces la riqueza que pueda tener la de los dioses de Pegana.
Cualquier muestra de esa fantasía épica, que publicaba entonces Timun Mas y yo descubrí a raíz de mi fascinación con Tolkien en el verano del 96, me resulta mucho más sugerente que la mitología de Pegana, de la que sin duda es heredera. Tanto es así que he resuelto que, cuando termine la lectura que me ocupa estos días -El mito de Frankenstein (VV. AA, 1996), otra de esas delicias de Timun Mas-, acometeré la de Ala de dragón (1990), primera entrega del ciclo de La puerta de la muerte (1990-1994) de Margaret Weis y Tracy Hickman.
De momento, voy a seguir con estos comentarios de En el país del tiempo. Ya en la segunda parte, Los espectros, se nos refieren cuentos propiamente dichos. Los de la primera parte, Los dioses, también lo son, pero su forma de crónica genealógica hace que no lo parezcan. La espada de Welleran, primero de estos espectros, es el que daba título al libro en el que estaba éste y todas las piezas siguientes, publicado en 1908. No tengo noticia de la editorial, pero nos habla de Rold, un habitante de la ciudad de Merimna. Acuciado por los sueños, coge la espada de Welleran, un héroe local y defiende la villa que guarda a su casa de unos ejércitos invasores. Los héroes locales, son conscientes de “una remota angustia, como percibe el durmiente que alguien está frío y aterido, aunque no sabe que es él” (pág. 145) y acuden en ayuda del paladín de Merimna.
El bandido, a fe mía, es la mejor pieza de toda la selección. Nos habla del espectro de un ahorcado, que sigue penando en el cementerio, junto al árbol donde el forajido fue colgado, mientras las almas de los justos, los buenos y los piadosos, abandonan la “tierra consagrada” con destino al Paraíso. Hasta que los antiguos compinches del malhechor –“Will, Joe, y Puglioni el gitano”-, en una de sus borracheras en una taberna de mala reputación, deciden cambiar los restos de su camarada con los del arzobispo de Alois y Vayence: “un pecado ante el cual los Ángeles habían sonreído”.
En el crepúsculo juega con esas últimas imágenes de nuestra existencia, que quienes han tenido experiencias próximas a la muerte, dicen que asaltan a aquél a quien la Parca ya se está llevando. He creído entender, aunque no se explica, que el protagonista se debate entre los supervivientes del hundimiento de un barco. Tras intentar subir a la superficie en dos ocasiones y golpearse en ambas contra la quilla de un bote en donde se está poniendo a salvo otra gente -al menos a mi entender-, sabemos que el narrador entra en trance de muerte cuando comienza a hundirse porque empieza a evocar un lugar de su infancia, de indiscutible buen nombre -la ciénaga de Allen- y a encontrarse allí con un amigo de sus primeros días, de cuya muerte tuvo noticia años atrás.
Prosiguiendo con esa serie de prodigios que escapan a la ciencia consagrada, Los fantasmas nos es narrado por un tipo que está discutiendo con su hermano acerca de estos espectros mientras se encuentran en una vieja casona de la supuesta región de Oneleigh, un lugar donde el tiempo hace mucho que se detuvo. A punto de dar las doce en la estancia donde el narrador se ha quedado solo, el sueño comienza a vencerle frente a la chimenea cuando empiezan a aparecer damas y caballeros vestidos a la usanza de los tiempos del rey Jacobo. El lord debe referirse a Jacobo VI de Escocia y I de Inglaterra, cuyo reinado se extendió entre los siglos XVI y XVII. La magia, ese prodigio que se escapa a la ciencia consagrada, han de ser esos monstruos, que simbolizan los pecados que cometieron en vida los fantasmas, a quienes comienzan a olisquear ajenos a ese testigo que es el narrador. Sin embargo, el tipo, en base a un cálculo geométrico, resuelve que ha de matar a su hermano. Ya ha cogido el arma para el crimen cuando desaparece la extraña visión. La pieza apunta maneras. Pero, a mi humilde juicio, poco más.
El hombre de la ventana maravillosa es aquel que compra a un extraño comerciante -acaso en el londinense Limehouse- una ventana que le permite ver, con independencia de la pared donde la coloque, la Ciudad de los dragones de oro.
El hombre de la ventana maravillosa se me ha antojado uno de esos textos que no responde a las expectativas que él mismo despierta. Muy por el contrario, El tesoro de los gibelinos entraña un interesante final, aunque muy poco romántico. Siempre dentro de uno de esos reinos de fantasía en los que penan los espectros, esta pieza nos habla de un paladín que ha de hacerse con una gema fabulosa por un motivo imperioso. El problema está en que los gibelinos son antropófagos y nadie ha conseguido nunca hacerse con su joya, cuantos lo han intentado, siempre han sido atrapados en el foso que rodea su castillo. Todo parece indicar que el narrador, que tiene un plan perfecto para el robo, será el primero. Sin embargo, en contra de lo que es habitual en los cuentos de héroes, en esta ocasión es capturado por los gibelinos. Ya sabemos la suerte que le aguarda. Lo que me sorprende, y muy gratamente, bien es cierto, es que acabe mal. Aquí, Milord sí que parece haber inspirado más el fatalismo de Lovecraft que los finales felices de Tolkien y toda la fantasía épica que en él nace.
El hombre de los pendientes de oro, sobre un tipo condenado a no morir por “haber pecado demasiado en los mares de los españoles” me ha sorprendido a dos niveles. Por uno, el reconocimiento implícito que lleva la pena del protagonista -a quien conocemos en una taberna siniestra de un puerto- de los excesos cometidos por los ingleses en las aguas del imperio español; por el otro, por las analogías que detecto con la leyenda del Holandés errante, uno de los mitos que más me sugieren desde que tuve mi primera noticia de él en los años 70, en mis primeros acercamientos al misterio. Mito del que, sin embargo, no he conseguido aún ver una ficción completa, ni novela ni película. Éste es uno de los cuentos aquí reunidos que más me han gustado. Lo malo es que me ha sabido a poco.
La cita nos cuenta de un poeta que busca la fama errando por los caminos y, cuando la encuentra, ésta le dice que le visitará cuando muera. Se trata pues de toda una alegoría sobre esa gloria, que, tras haberles sido negada en vida, alcanza a tantos literatos tras su muerte. Pero está escrita de una forma tan pretendidamente poética que raya en la cursilada.
La torre del vigía, en cierto sentido, me ha recordado al Desierto de los tártaros, de Dino Buzzati. Descubierto hace treinta y ocho años en la Biblioteca de Borges, aquella impagable colección semanal de Orbis, sigue siendo una de las lecturas que más me han gustado en mi ya larga experiencia entre las páginas. En esta ocasión, Dunsany nos habla de un espíritu en verdad singular, el de la construcción aludida en el título, que permanece alerta ante una eventual llegada de los sarracenos, aunque hace cuatrocientos años que no arriba ninguna invasión árabe ni a España ni a Francia.
El gambito de los tres Marineros es una variación del pacto diabólico. Esta vez, se firma en Cuba, cuando uno de los tres marineros antedichos vende su alma a cambio de un fabuloso cristal –“una bola con forma de huevo, si el huevo fuese redondo”- que les permite vislumbrar un tablero de ajedrez y en él, la mejor jugada de la partida que están disputando. Desde entonces recorren las tabernas jugando al ajedrez por dinero. Siempre van juntos. Hasta que un día el cristal se les rompe en una borrachera y vuelven al mar, cada uno por su lado.
El pájaro del ojo difícil nos habla de un joyero de Bond Street que recurre a un ladrón, para que le robe ciertas esmeraldas que crecen en los huevos de unos pájaros exóticos. Tiene interés, no cabe duda. Pero quizás sea más -por lo insólito que resulta- esa llamada al pie de la pág. 251 en la que el autor nos insta a buscar una palabra de su invención –“husgularon”- para comprobar que no figura en diccionario alguno.
De El club de los exiliados podría decirse que es un canto a la derrota, al menos con uno de esos destellos de bello lirismo que aparecen esporádicamente en estas piezas: “El que ha conocido tiempos mejores tiene por lo general una penosa historia que contar: algo mezquino y vulgar le ha acarreado la ruina” (pág. 258).
Leídas finalmente una cantidad considerable de narraciones de Dunsany -anteriormente solo había tenido oportunidad de dar cuenta de Días de ocio en el país del Yann, su relato incluido en Los mitos de Cthulhu, que ahora recuerdo tan parecido a estos-, he de decir que ha sido el autor que menos me ha interesado de los elogiados por Lovecraft en El horror en la literatura. Nada que ver con el placer que me produjo el descubrimiento de Arthur Machen, Algernon Blackwood o Robert E. Howard…
Debí leer al lord antes que a sus discípulos, quienes, a mi juicio, le superan. Aunque me hubiera sido difícil ya que, como vengo diciendo, tuve noticia de Dunsany por el más devoto de sus acólitos: Lovecraft.
* Alianza editorial (Madrid, 1984). Pág. 97.
** David Day, Timun Mas (Barcelona, 1992).
*** Ediciones Siruela (Madrid, 1987).
Publicado el 11 de abril de 2024 a las 06:30.